Todo le pesaba al viejo Enrique Quentegue. Bajó un escalón con dificultad y recordó cuando caminaba a paso firme por los pasillos del instituto de investigación fumando, sin saludar a nadie.
Sentía un pequeño desprecio por todos aquellos físicos, químicos y matemáticos de pacotilla desde siempre.
Sus ojos verdes burlones y fijos se tensaban en una mueca ante cualquier opinión que él luego se dedicaba a destruir con pasión, pieza a pieza.
Ahora estaba gordo, pelado, olía mal pero no había perdido ni una pizca de su sagacidad intelectual ni audacia.
Nadie en la universidad entendía por qué él seguía trabajando en esa pequeña oficina, escondida en un recodo de un gris edificio.
Tenía una posición económica holgada, no necesitaba en absoluto del magro sueldo que le daban por ser asesor a sus 75 años.
Se especulaba que era un solitario, sin familia, que lo único roce social que tenía era en el trabajo, que sin una actividad se aburriría.
Tampoco nadie sabía qué hacía 12 horas en su cuchitril, casi siempre con la puerta cerrada.
A veces salía a tomar un café, otras a las aburridas reuniones con sus jefes.
Los fines de semana se lo veía entrar temprano los sábados por la mañana y era evidente que se quedaba hasta el domingo.
—Está aferrado al pasado —decía uno de sus colaboradores—, por ejemplo se niega en redondo a apagar a gandalf, hace años que tenemos otras máquinas mejores que hacen lo mismo.
¿En qué momento urdió su plan? Enrique lo recordaba muy bien, fue cuando llegó a sus
manos la novela “The City and the Stars” de Arthur C. Clark.
Le fascinó esa idea de copiar la mente y la personalidad humana en cristales mediante
cargas eléctricas que interactuarían entre sí del modo que lo hacen las neuronas. Cuando
leyó la novela, en aquel diciembre de 1969, sintió euforia. Su obsesión de preservarse más
allá de su muerte tenía una posible solución, que estaba lejos de ser práctica, pero a partir
de esa idea se dedicó a explorar otros caminos.
Lo limitaban varios factores, estaba lejos de los grandes centros de investigación de Europa
y Estados Unidos. Aunque en la pequeña ciudad de Santa Fe se desenvolvía en uno de los
más prestigiosos centro de investigación de América Latina, no era suficiente.
Pudo ir al Caltech y hacer un posdoctorado de Física en Francia, se empapó de los últimos
conocimientos científicos sobre minerales, radiación, cuántica y aceleradores de partículas,
incluso tuvo charlas con Richard Feynman, pero no encontró nada, volvió frustrado.
Un día llegó Internet, la promesa de la interconectividad, la posibilidad de transmitir
información por todo el mundo, acumular datos y distribuirlos.
—Decime Enrique, ¿de verdad podemos tener Internet en la Universidad? —dijo el rector
tirado hacia atrás en el sillón, mirándolo con desconfianza.
—Dame la guita y en 6 meses la tenés funcionando. —Enrique lo miró fijo con una suerte de
seguridad que sabía cómo proyectar.
El rector miró por la ventana por un momento, sopesó que iba a ser un enorme salto para él
si era la primera universidad en tener la red de redes para sus profesores y alumnos.
—Dale, hacete cargo —dijo el rector, le dio la mano y lo acompañó hasta la puerta.
Lo vio caminar decidido, sabía que no había forma de que Enrique fracasara.
Pronto puso en su primer servidor de Internet de prueba con conexión satelital y le dió a un
grupo selecto la posibilidad de tener correo electrónico.
La pequeña máquina a la que denominaron “gandalf” fue el núcleo de la red que creció en
servicios, conectividad y posibilidades. Mediante un liderazgo áspero y sin sutilezas pudo
dedicarse a lo que a él le interesaba.
Enrique trabajó con ahínco, estudió cientos de interfaces, hizo estudios neurológicos y por
fin a principios del siglo XXI tuvo sus primeros éxitos. Mediante una combinación sucesivos
mapas cerebrales hechos con el resonador magnético, copias de sus ondas
electroencefalográficas y exploración de su retina, pudo establecer puntos de estado de lo
que él suponía podía ser su mente.
Ahora bastaba copiar toda esa información a la Internet y mediante algún servicio
indispensable, por ejemplo la dirección de dominios (DNS), podría tener su mente, su
cerebro, a él mismo, en la Internet.
El proyecto exigía casi toda su atención y cuidado, largas horas escondido en la oficina
probando sucesivos algoritmos, formas de almacenamiento, compresión de información,
encriptación y ocultamiento.
Sólo tenía un problema, como decirle a todos que gandalf, donde alojaría el servidor de
DNS siempre estuviera activo.
Enrique tuvo suerte de sobrevivir hasta que la blockchain se pusiera en marcha. Pronto
supo que esa era la forma de escribir un mensaje que duraría todo el tiempo que funcionara
el bitcoin.
Ni lerdo ni perezoso apeló a la codicia humana y publicó una dirección de billetera
simplemente dejándola anotada entre en una de sus libretas:
1B541N8xhGRNaDJdD4i42Trds7DhpTsYue
Entonces comenzó con el tedioso proceso de procesar toda la información que
representaba su mapa neuronal. La dividió en partes y a cada una la transformó en
Terabytes que durante la noche se transferían a diversos puntos del mundo. El humilde
gandalf se encargaba de mantener cada una de esas partes conectada.
En su casa probaba hablar consigo mismo mediante una computadora que tenía los
mejores recursos informáticos que pudo comprar. Los datos entrelazados en la big data, las
capas de redes neuronales, los algoritmos que había programado y otros que había pagado
para su desarrollo funcionaban perfectamente.
Una noche de esas, luego de alimentar a sus gatos, se acostó a dormir pero jamás
despertó.
Sebastián entró a la oficina un tanto desordenada de Enrique para ver qué encontraba. Allí
estaban las claves necesarias para varios procesos que él manejaba.
Encontró una libreta con algunas transacciones en bitcoin, se la guardó en el bolsillo no sin
antes repasar todas las posibles billeteras que tenía Enrique en su máquina y las palabras
generadoras que había aquí y allá. Sabía que el jefe era rico y quizás podría encontrar
dinero escondido en alguna billetera cripto.
La dirección 1B541N8xhGRNaDJdD4i42Trds7DhpTsYue sólo tenía unos 1000 satoshis y
le fue imposible encontrar la clave privada. Pronto se cansó de buscar y dejó la libreta en
algún lugar de su mochila.
Una mañana temprano antes de entrar a la oficina, un ladrón le apoyó un cuchillo
tramontina en el abdomen y se la robó.
Airado desenchufó gandalf. Estaba enojado con Enrique Quentegue, con el ladrón y era
hora de dar de baja esa antigualla que desentonaba en medio del moderno centro de datos.
Fue entonces que comenzó el apagón mundial de Internet.
No fue posible detenerlo bajo ningún concepto. Desde el humilde centro de datos de la
universidad, en un oscuro pasaje de la ciudad de Santa Fe, Argentina comenzó un proceso
imparable.
Uno a uno se desconectaron los grandes servicios, los imponentes proveedores, las
empresas globales, los conglomerados que cotizaban en bolsa y tenían el valor de varios
productos brutos internos de países pequeños.
Enrique había confiado en la codicia humana, pero no había tenido en cuenta que no todos
eran tan curiosos como él.
Su poderosa mente encriptada en toda la Internet detectó que su pequeño núcleo allá, en el
sur del mundo, en ese pasaje ignoto cerca de rectorado, había sido desconectado y sin él,
moriría.
Toda la red de redes moriría con él. Si su mente, si el mapa de su cerebro era afectado,
todo sería desconectado y así fue.
Ese día los afortunados fueron aquellos que habían mantenido su teléfono de línea
analógico y una vida alejada del tráfago digital. El dinero que quedó fue aquel que estaba en
los bolsillos y colchones de los desconfiados.
La blockchain del bitcoin, apoyada en la Internet se detuvo y con él el mensaje que quiso
darle Enrique a los imprudentes que no lo supieron leer.
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